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LOS MINI MIMOCUENTOS.

Él.

Te acercaste a ella con la seguridad que te iba a decir que sí. La noche era joven y tú solo habías tomado un par de cubas. La viste sentada con sus amigas en una mesa cruzando la pista.

–          Hola, mi nombre es…

No te dejó terminar.

–          Mira, no pierdas tu tiempo, no me interesa conocer a nadie. Acabo de terminar con mi novio y no me interesa ningún hombre por el momento.

–          Pero es que…

–          No, no insistas. No quiero y no me interesa.

Tu seguridad y autoestima estaban en juego. Nadie antes te había rechazado. Rápidamente planeaste el plan b.

–          ¿Me puedes dejar terminar por favor?

Te miró a los ojos fijamente. Nunca habías sentido el corazón tan acelerado. Era ahora o nunca. Salvabas tu pellejo o lo salvabas.

–          Quería ver si me podías presentar a tu amiga que está ahí sentada.

Ella se turbó un poco para después decirte:

–          Claro, su nombre es Alejandra.

Te presentaron a Alejandra y desde entonces son inseparables. Pero cada vez que ves a esa amiga que te rechazó, a la de cara inquebrantable, te recuerda que esa noche estuviste muy cerca de conocer por primera vez el amor.

 

ELLA.

La vi en el mostrador del aeropuerto, delante de mí, en la fila para documentar. Reclamaba que no pagaría exceso de equipaje, apenas susurrando, era evidente que toda la situación le daba mucha vergüenza. Me tomé un segundo para verla mejor, de hecho solo me tomó uno para darme cuenta que no había visto cosa más bella en mi vida.

Le pregunté si necesitaba ayuda. Me contestó: Si gracias, no se hablar Inglés.

Sentí esas mariposas en la panza que con la edad se van extinguiendo, así como Santa Claus, el ratón de los dientes, los Reyes magos… cuando creces, no sé porque, estas mariposas se desvanecen.

Le di su boleto de abordar y me sonrió de una manera que pude ver sus dientes blancos, su sonrisa perfecta. De piel canela, pelo oscuro, ojos almendra, se dio vuelta haciendo un rehilete con su corto vestido floreado.

Para mi mala suerte, le tocó al lado de mí en el avión, tenía problemas para subir la maleta arriba del asiento, pero ya tenía a un sequito de hombres ayudándola. Cuando me vio se sorprendió y me preguntó si podía sentarse en la ventana. Le dije que por supuesto que sí. Me dieron ganas de decirle que no solo le daba mi asiento, le daba mi vida, que dejaba mi pasado por ella, que no me había sentido más vivo que en esas dos horas de vuelo escuchándola dormir. Que me rompiera el corazón, que me enseñara a bailar, que riéramos hasta que nos doliera el estómago.

Al recoger la maleta en la banda, la ayude a bajarla, quería pasar el mayor tiempo con ella. Me tendió la mano diciéndome que había sido un gusto conocerme. Ni la mire a los ojos, tenía miedo de convertirme en piedra. Tomé mi maleta y salí lo más rápido posible. Con una hipócrita sonrisa saludé a la mujer que me esperaba con unas flores afuera del aeropuerto, mi esposa desde hace diecinueve años.

 

 

ELLOS.

–          Padre, me voy a casar.

Luisa irrumpió la quietud de esa biblioteca, muy en el fondo, temía la respuesta. Su padre dejó el libro que estaba leyendo y la contempló un largo rato.

–          ¿Estas segura?

–          Sí, es definitivo.

Miguel sabía que no podía hacer nada para retenerla. Era su pequeña y su futuro esposo no estaba a la altura. No tenía trabajo fijo, era seco, sin pasiones en la vida, estaba seguro que su hija sufriría demasiado a lo largo de los años.

–          Solo quiero saber si me harías el honor de llevarme al altar.

No, quiso gritar Miguel, pero no le salió palabra alguna de los labios. Recordó los planes que tenía para Luisa, como los unían los libros, el primer diente que perdió su hija, como habían superado el abandono de la madre de esta. Hizo memoria de todos los momentos que pasaron juntos, él, el padre soltero y ella, la hija perfecta.

Tenía tantas cosas que decirle antes que ella se fuera, quería decirle que la vida no sería fácil, lo difícil que sería dar a luz, envejecer, encontrarle sentido a la vida.

–           ¿Y bueno? ¿Llevaras a tu única hija por el pasillo de la felicidad?

El asintió en silencio. Luisa lo besó y lo abrazó con fuerza para salir de la habitación entusiasmada.

Miguel entendió que no era bueno decirle que lo más seguro es que no estaría para ese día. No tendría el tiempo para acompañarla en el camino, pero sabía que lo menos que podía hacer por ella era ahorrarle el dolor.

Tomó los resultados médicos y los escondió en un cajón.

 

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@marcelecuona

 

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