Oíste primero chismes, después comentarios que se hicieron más frecuentes; era de una belleza irreal pero estaba embrujada.
Vivías con tus padres, ya tenías casi treinta y dos años y aun soltero. No había aventuras cercanas, te la pasabas en los pasillos del castillo jugando con invisibles monstruos con tu espada. Extrañabas esa época donde todo había comenzado, los hombres eran guerreros y la magia se encontraba en cada rincón. Eran días buenos, oías decir al abuelo.
Esa mañana, cuando te contaron su historia de nuevo, no pudiste ignorarlo un segundo más. Era ella, estabas seguro, la tenías que encontrar. No avisaste a tus padres que te irías, tu madre no te dejaría irte del reino, y tu padre seguro te convencería regalándote un caballo o una armadura nueva.
No, esto lo harías solo, como el hombre que eras.
Tomaste a tu caballo Tomás y te encaminaste hacia el bosque embrujado. Claro, no sin antes llevarte unos sándwiches de tu mamá.
La noche se empezó a tornar oscura, recordaste como te la habían descrito… “En una torre solitaria, en medio del bosque, cuenta la leyenda que hay una princesa que lleva un siglo dormida. Es hermosa, cabellos rubios decorando su aperlada cara, sus labios rojos esperando el beso que la despertará del profundo sueño. Solo un beso de amor podrá despertarla. Pero no está sola. Hay un dragón custodiando esa torre y no dejará que nadie se le acerque.” Le diste una mordida al sándwich. Ya veremos, pensaste, ya veremos.
Estabas seguro que la amabas más que nadie, ningún hombre se había atrevido a tal hazaña por un beso de la princesa. Si eso no era amor ¿entonces que era? Nunca habías amado, y ahora lo sentías, amor del bueno, profundo, santo.
Llegaste a la torre, habían pasado tres días desde tu partida, estabas lejos de casa. No había vegetación, todo estaba seco y gris. La torre alta. Y ahí, escondida detrás de ella, se veía la cola del gran animal. El dragón.
Alejaste a Tomás, no querías que le pasara nada. Te acercaste sigilosamente al dragón, y antes que pudieras alzar tu espada, ya lo tenías cara a cara. Su aliento era de diez mil hombres muertos. Te abalanzaste, y él, con una rapidez impresionante, tomó tu espada entre sus dientes. Corriste como Dios te dio a entender y pudiste esconderte en un pequeño desagüe de la torre. Te diste cuenta que podías meterte al cuarto de la princesa si seguías el camino del agua… y sin pensarlo, te pusiste en marcha.
Mojado, oliendo feo y cansado, entraste a su habitación.
Ella estaba boca arriba, con las manos juntas debajo del pecho, su pelo dorado fino como hilo… pero espera, ¡La princesa estaba roncando!
Se te hizo algo tierno, te acercaste, cerraste su boca y con ternura te acercaste a darle un beso. El gran beso de amor.
La princesa no despertó.
La besaste de nuevo. Nada. “¿Qué demonios está pasando?” te preguntaste. La moviste, espantaste, gritaste y no parecía funcionar. Te acostaste junto a ella, y cansado del viaje, te dormiste.
Al amanecer abriste tus ojos, la viste detenidamente y le susurraste al oído: te amo princesa. Y rozándole su carita con la tuya, le diste un beso. Ella despertó.
Abriste tus grandes ojos verdes. Tu primer impulso fue quitarte las lagañas, pero al lado tuyo había un desconocido. Lo miraste extrañada. Empezaste a recordar que te había pasado; el huso, la viejita, tu dedo, sangre, el haberte pinchado… un profundo sueño.
“¿Cuánto llevo dormida?” le preguntaste al hombre mugroso que te veía extasiado.
“Un siglo” respondió.
Mis padres han muerto, pensaste, no hay nada allá afuera que sea como yo lo conocí. Que miedo salir de aquí.
“Soy un príncipe” dijo el desconocido sin que le hubieras preguntado.
Te levantaste y te asomaste a la ventana. Un dragón, el dragón de tu padre. Le chiflaste y su ojo apareció en la diminuta ventanilla. El príncipe se cayó del susto.
Pasaron los días y pudieron conocerse. Iban al bosque a tratar de conseguir comida, lo cual era difícil, pero el príncipe llevaba en Tomás varias botellas de vino que hacían amenos los momentos. Reían, se amaban, hacían el amor. Jamás habías conocido ese tipo de felicidad. Te decía que te llevaría al castillo, que se casarían, que su madre era difícil pero que seguro te amaría.
No cabía la felicidad en tu corazón.
Una mañana despertaste y no sentiste el cuerpo del príncipe al lado de tu cama. Encontraste solo una pequeña nota real:
“Lo siento princesa, mi amada, no puedo con este compromiso, te amo pero no creo que mi madre acepte esta unión, no puedo arriesgar mi futuro por ti. Discúlpame de favor, sé que un día serás muy feliz, pero no estoy listo, lo siento.”
Lloraste un día completo y en esa cama donde lo conociste, te acostaste abrazando la nota.
“¿Qué voy a hacer?” Pensabas “Todo mi futuro lo imaginé solo con él”
Te quedabas sin comida, pero no sabías cazar, tú fuiste criada para solo ser bonita.
Tomaste tus pocas pertenencias, cerraste la torre, te despediste del dragón y te encaminaste al bosque.
No tenías pasado ni recuerdos, no tenías futuro ni esperanzas, pero tenías un presente y eso, era prometedor.
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