Siempre he sido muy fiestera. La primera vez que salí al antro fue a los trece años. No crean que a mi padre le importaba muy poco este asunto, él me obligó. Vivíamos en Cuernavaca y mis amigas de México pasaban el verano conmigo. Ellas morían por conocer un antro en la ciudad de la eterna primavera. Así que lloré y lloré, pero aun así me obligaron. No sé cómo nos dejaron entrar, pero recuerdo que se nos acercó un chavo de diecisiete años (en ese momento pensé que era mega abuelo) y nos preguntó qué edad teníamos. Le mentimos. Dijimos catorce mientras se oía de fondo Jeans y alguna canción de Kabah.
Esa época fue la más dulce e inocente. No había internet ni selfies. Mi papá me dejaba en el antro y me recogía, no había manera de ponerme borracha. Pero ni siquiera lo pensaba. Britney Spears era mi ídolo y a los catorce años di mi primer beso en una fiesta, echándome a reír después en una pijamada con mis amigas, pues ya me sentía grande.
En mis veinte, la cosa se puso densa, alcohol, hombres y drogas estaban a la orden del día. Y todo sin gastar un centavo de mi parte. Supe sacarme provecho, me compraba los vestidos más chicos, me alaciaba, maquillaba… ¡vámonos! No había nadie como yo en la fiesta, nunca me cansaba, nunca terminaba. Los hombres eran como camiones, uno tras otro, no hablo necesariamente de sexo, sino de citas, relaciones de meses, ¿perder el tiempo? ¡No hay problema! Tenía de sobra. Mientras me tomaba perlas negras en la barra, se oía de fondo “Umbrella” de Rihanna. Amigas empezaban casarse y tener hijos, yo no tenía claro nada, pero eso no era opción ¡Tantos viajes por realizar! ¡Tantos sueños por alcanzar!
A los veintitantos estás en tu mejor momento; no hay arrugas, no hay celulitis, no hay presiones, no hay dietas, no hay riesgos, no hay nada. Yo juré, y se los digo de corazón, que así sería toda la vida.
El otro día salí con mi amigas, dos con novio y dos solteras (yo soy una de las que tienen novio), fuimos a la veinte, un lugar en Polanco bastante nice lleno de hombres de mediana edad; guapos, con dinero, con ganas de conocer mujeres. Las solteras babeaban, pero querían conocer a alguien con tal de tener novio. Cuando recorres los treinta, la cosa cambia, sientes el tiempo encima, si no conoces a alguien ya, en este momento, la cosa se pone difícil para una mujer. Me explicaré mejor:
Supongamos que tienes treinta y uno como yo y eres soltera. Conoces a alguien ahora y en unos meses se vuelven novios (los hombres ya no te llegan “¿Quieres ser mi novia?” como antes, ahora se dan su tiempo de decidir si eres lo mejor para ellos, al fin, ¿Qué tienen que perder? Ellos no tienen reloj biológico), te pide matrimonio al año, si bien te va, se casan un año después, te embarazas a los treinta y tres, seguro solo tendrás a lo mucho dos hijos, pues te arriesgas si pasas de los treinta y cinco…
En fin, las solteras a mi edad sienten este tipo de presión. ¿La verdad? A mí me valdría. Si no pudiera tener hijos, adoptaría, el mundo tampoco está en el plan de estarlo poblando a lo güey, y menos con mi descendencia. O si no me dejarán adoptar, pues le robo uno a mis amigas, no son tan buenas mamás de todas formas. Pero eso lo digo porque tengo novio, vivo con él, no sé qué vaya a pasar y eso a veces es maravilloso, y a veces, mi mente mexicana socialmente intensa quiere saber paso a paso que me depara el futuro.
En la mesa, las cuatro amigas, muy al estilo de Sex and the city, decíamos nuestras opiniones. Las que estaban solteras argumentaban que a las que teníamos novios ya la teníamos asegurada, ¿tener novio es una especie de contrato GNP? ¡Ni casada se te asegura nada!
Y en eso dije: “Chicas, yo no sé si estaré con mi novio toda la vida. La frase “toda la vida” me da mucho pánico. Si es así, jamás daré otro primer beso, ya no saldré a ligar, nunca me arreglaré para una primera cita”. La otra amiga con novio coincidió: “Hemos encontrado a buenos hombres, pero ¿eso es todo? ¿Hasta ahí llegamos en cuanto amores?”
Nos reímos y terminamos nuestras “copas”, sabes que cuando dices copas ya estás a nada de ser señora. Estábamos cansadas, con sueño, a mí me apretaba la ropa pues mis kilos de más por las fiestas decembrinas me delataban y a las dos de la mañana ya estaba en mi cama.
Mi hombre dormido solo alcanzó a decirme: “¿Por qué tan temprano?”, mientras yo me tapaba y ponía mis pies fríos junto a los suyos.
No sé (ningún ser humano lo sabe), que me depare el destino, pero cada etapa de mi vida ha sido maravillosa. Esa noche, abrazada de mi hombre, fue como estar en el mejor antro con muchas perlas negras.
No había música de fondo, pero nuestra cama, era el antro.
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